Los artistas de huesos by Madeleine Roux

Los artistas de huesos by Madeleine Roux

autor:Madeleine Roux [Roux, Madeleine]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Juvenil
editor: eBook's Xibalba
publicado: 2014-12-31T16:00:00+00:00


La señora Marie Catherine Comtois vivía en una finca blanca y destartalada, bastante alejada de la carretera, en la ruta que va de Nueva Orleans a Baton Rouge. Pesadas y frondosas cataratas de musgo colgaban de los árboles que atestaban el jardín delantero, ocultando la casa tras una fragante cortina verde. Había semillas blancas como copos de nieve que flotaban en el aire con inquietante lentitud en un día húmedo, caluroso y sin viento.

Oliver casi podía saborear el aire sofocante, colmado de madreselvas del jardín que bordeaba el frente de la casa y se extendía aleatoriamente hacia el descuidado bosque pantanoso que invadía la propiedad. Estaba claro que nunca había sido una mansión, pero quizás alguna vez había sido una casa bonita y fresca, pintoresca, con postigos verdes en las ventanas y una puerta turquesa. Pero, ahora, la pintura se había descascarado en tiras que se enroscaban por la humedad y se desperdigaban salpicando la hierba junto a las diminutas semillas blancas.

El camino hacia la casa estaba invadido por la maleza, pero Micah parecía no notar el deterioro y definitivamente no se disculpó por ello.

—La señora Marie fue como una tía para mí cuando era pequeño —explicó mientras guiaba a Oliver hacia la puerta turquesa descolorida que tenía un llamador de bronce en forma de sirena—. Si alguien en el mundo puede saber algo acerca de estos trastornados Artistas de Huesos, es ella.

—¿Por qué?

—Porque tiene como ochocientos años, por eso —Micah rio entre dientes guiñándole un ojo—. Y no dejes que la abuelita te engañe; en su época era salvaje. He visto fotografías. Salones de baile. Novios marineros. Y todo lo demás.

A Oliver, que ya había decidido, con firmeza esta vez, que no iba a aceptar el trabajo, el viaje le parecía una pérdida de tiempo. Briony le había enviado un mensaje esa mañana para preguntarle al respecto y lo había despertado de un sueño profundo. Él le había contestado, no muy cortésmente, que tomara su oferta y se la metiera en un lugar muy específico.

Micah había tocado a la puerta que ahora se estaba abriendo poco a poco. Su amigo entró en acción: sostuvo abierto el mosquitero y liberó raudamente a la ancianita del peso de la puerta. La piel de la mujer se veía como papel que se había mojado y vuelto a secar, con manchas oscuras que le salpicaban las manos y el cuello. Pero tenía una mirada aguda, luminosa y penetrante, y observó a Oliver de arriba abajo.

—¿Y quién es este joven y apuesto pretendiente que toca a mi puerta? —preguntó la anciana, con una risita adolescente, aunque sonó un poco ronca al final.

—Señora, este es Oliver, Oliver Berkley. Es un buen amigo mío.

—Eso dijiste por teléfono.

La señora Marie se estiró para alcanzar el mosquitero. Oliver se encargó de cerrarlo y los acompañó al interior de la casa. La temperatura era sofocante; había algunos ventiladores de techo que hacían todo lo posible por mejorar la situación pero sin éxito. Ni siquiera un pastel recién horneado podía tapar el olor a podrido y a orina que flotaba por los pasillos.



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